La infancia es una mañana de domingo. Podíamos ser
felices todos los días y todas las horas, sobre todo en vacaciones y en
fiestas de guardar, pero lo de los domingos era otra cosa. Quizá todavía
hoy asocie la sensación de paraíso y de despertar casi edénico con los
domingos. Entonces salíamos de la cama para ir a misa de diez. Lo de menos
era la misa, o bien pensado la obligatoriedad de la misa era un buen
motivo para reencontrarnos todos los amigos en una hora y un lugar
determinado. Con los años dejamos de ir a misa y a muchos de los amigos
más cercanos no los vimos durante años y en algunos casos jamás los hemos
vuelto a ver.
Entonces ya digo que todo era más fácil. Había que ir
para no quedarse tullido o para que no nos cayera un malhadado rayo del
cielo por nuestra herejía y nuestro incumplimiento religioso. Cada misa
tenía su público. La de la siete de la tarde del sábado solía contar con
gente mayor, generalmente viudas y viudos, y con los meapilas que se
tragaban la misa diaria. Luego estaba la de las doce y media del domingo,
que era la más festiva y familiar, con todos aquellos niños y niñas
vestidos de domingo chupando un pirulí de los que hacían Doña María y Don
Federico o bien saboreando un petisú recién comprado en la dulcería de
Milagrito a la salida de la iglesia. Digamos que esa era la misa más
importante de la semana, y por supuesto la más concurrida. Luego estaba la
de las siete de la tarde del domingo, que era la de los rezagados, una
misa triste, más solariega, y ya con la amenaza del lunes a la vuelta de
la esquina. La nuestra era la misa de diez. Durante un par de años me tocó
leer las cartas de los apóstoles en la misa de marras, aquellas misivas de
San Pablo a los tesalonicenses o a los corintios de las que nunca me
enteré de nada, y cómo no, me tocó cantar las versiones de Simon and
Garfunkel y compañía con las letras cambiadas y ajustadas al espíritu del
Vaticano Segundo de Juan XXIII. Digamos que esa etapa pía, como la de
ejercer de monaguillo en los grandes fastos, me duró hasta los once o doce
años, o un par de años después de hacer la Primera Comunión. Luego
seguíamos yendo a misa, pero ya empezábamos a salirnos de la iglesia
ocupando los últimos sitios del templo, en nuestro caso los últimos bancos
según se entraba a la derecha. Allí hacíamos los planes para el resto de
la mañana, generalmente con algún partido de fútbol o de voleibol que ver
en el barranco, o con una improvisación de Policías y Ladrones o un
campeonato de chapas o de cajas con los caretos de los jugadores de
Primera División en la casa de Héctor Estévez, en la calle San José.
Lo de menos era la misa. No nos enterábamos de lo que
decía don Bruno, aunque ahora recuerdo que solíamos ir justamente a misa
de diez porque no las daba don Bruno sino don Rafael Izquier, que era un
cura más moderno, más cómplice y por supuesto mucho menos pesado y plúmbeo
que don Bruno. Con don Rafael una misa nunca pasaba de la media hora, y
con don Bruno, y no digamos con don Fernando, siempre te quedabas cerca de
la hora. No llevábamos bien la lentitud de palabra, los latinajos y las
reflexiones interminables de don Bruno. A esa edad, con todas las energías
bullendo para salir a la calle a comerte el mundo, no podían pedirnos que
nos comportáramos y atendiéramos a don Bruno como si nos fuera la vida en
ello. Las veces que dio la misa de diez nos llamó la atención más de una
vez con cajas destempladas desde el púlpito, para vergüenza y escarnio de
quienes ya nos veíamos poco menos que crepitando en las llamas del
infierno. No parábamos de hablar, sobre todo del partido de la noche
anterior de la Unión Deportiva Las Palmas que la mayoría había visto en el
Insular, aunque lo peor era la risa. Jamás me he reído tanto como en la
iglesia y jamás me ha costado tanto reprimir las ganas de reír como en
aquellas misas matinales. Sabíamos que no debíamos hacerlo pero aquéllo
era superior a nuestras fuerzas. Bastaba un parpadeo raro de alguien para
que se desatara la risa floja al fondo del templo. Don Rafael solía hacer
la vista gorda, pero don Bruno, y no digamos algunas señoras de agrio
carácter que te mataban con la mirada, creo que nos llegó a echar de la
iglesia. Con los años cada cual fue racionalizando su fe o creyendo cada
día más en lo que trataban de enseñarnos entonces, y en principio confío
en que ninguno de los muchos que nos poníamos al final de la iglesia
acabemos en el infierno por blasfemos e irreverentes: éramos niños, y
además niños con la energía desbordante de una mañana de domingo, y ante
eso no hay ni dios ni César que logre parar las ganas de vivir. Y a pesar
de esas salidas de tono éramos buena gente. De hecho, cuando entrevisté a
don Bruno para Diario de Las Palmas, en la que fue la última entrevista
que se le hizo, nos reímos bastante con los recuerdos de aquellos años. Él
se acordaba de nuestras escaramuzas rebeldes, pero nos recordaba con
ternura y con la nostalgia de quien ya no era el centro de la vida del
pueblo. Entonces estaba muy mayor, internado la Residencia de Tafira Baja,
siempre con su gran papada y sus enormes gafas como signos distintivos.
Fue emocionante el reencuentro, para él y para mí. No en vano el nombre de
don Bruno era para nosotros casi más importante que el del Papa. No entro
a juzgar su labor en la iglesia durante los muchos años que estuvo en
Guía, que ahí cada cual te da su versión según su experiencia personal,
pero sí reconozco que su nombre está indiscutiblemente unido a la historia
de Guía, o por lo menos a la historia de muchas generaciones que ya vamos
peinando canas.
De la misa salíamos casi antes de que nos dijeran que
podíamos irnos en paz. Salíamos corriendo para ganar sitio en el quiosco,
o para coger la cancha del barranco, o los dos bancos de la plaza grande
que nos servían de porterías para un partido de chapas. Lo que no recuerdo
es que saliéramos meditando las palabras de Cristo ni ungidos de santidad.
A lo mejor el día de la Primera Comunión salimos algo más solemnes, pero a
la hora de la verdad de lo que estábamos pendientes era de los regalos y
de entregar las tarjetitas de recuerdo que avalaban nuestro ingreso en la
grey vestidos de marineritos o de príncipes horteras.
Al mediodía cada cual acudía a su respectiva casa a
comer la sopa y el pollo en salsa, o la sopa y la carne en salsa o
cualquiera de los que entonces estaban considerados como platos de domingo
en casi todos los hogares del municipio. Yo tenía la suerte de que el
domingo nos juntábamos en casa de mi abuela materna en Las Barreras más de
treinta primos, casi todos venidos de Las Palmas, con el consiguiente
prurito de importancia que eso tenía entonces para nosotros, sobre todo
porque nos enseñaban las últimos modismos del habla y algún que otro juego
que todavía no había traspasado la Cuesta de Silva.
Después de comer la cita era en el cine Hespérides.
Como en misa, lo de menos era la película. Allí íbamos a comer chucherías,
a reírnos y a hacer el gamberro ante la desesperación de una histérica
Milagritos que nos buscaba de un lado a otro con la linterna. Casi todas
las películas de entonces eran de aventuras y otras tantas del Oeste, de
aquel Oeste cutre de los Spaghetti westerns que se rodaban en Almería.
Recuerdo que todavía echaban el Nodo y que teníamos descanso. De hecho
jamás hubiéramos ido al cine de no haber habido descanso para comprarle
las golosinas a Milagritos, o para salir fuera y hacer lo propio en la
dulcería de Guillermito, un señor con mucha bonhomía que siempre nos
llamaba bichos.
La salida del cine, casi siempre oscureciendo, ya
presagiaba la llegada del maldito lunes de colegio y madrugón.
Generalmente echábamos el resto en la Plaza Grande, desfogándonos detrás
de una chapa o improvisando juegos que hicieran olvidar los deberes que
habíamos dejado a medio terminar o el examen cogido con alfileres que
teníamos fijado al día siguiente. En mi caso siempre acababa los domingos
dando un paseo con mis padres por las calles de Gáldar y comprando helados
y dulces como difícilmente creo que vuelva a probar en la dulcería
Castellanos, cuando ésta estaba en la calle Guaires. Luego tocaba terminar
los deberes o el mapa que tenías que entregar al día siguiente con los
ríos de España o las capitales de Europa, o bien ver Estudio Estadio,
cuando lo pasaron al domingo, porque antes la tecnología no permitía ver
los resúmenes de los partidos del fin de semana hasta el lunes por la
noche. Contado así no parece que este plan dominguero fuera nada del otro
mundo, pero les aseguro que en medio de todo ese dietario se daba cita la
magia y una alegría desbordante que nos hacía sentirnos dueños del
planeta, entre otras cosas porque el planeta empezaba y acababa entre las
calles y las fincas de nuestro pueblo. No había más. No hacía falta nada
más. La calle, los amigos y todo un día por delante para jugar a ser
felices.